AL FINAL DE LA NOCHE
A mil novecientos cincuenta y dos palabras del final, en total oscuridad y cobijado en su modesta cama de soltero, Flabián Augusto Ricci estira los brazos hasta alcanzar, con la punta de los dedos, la perilla que enciende la luz del velador. En ese instante, las paredes de la habitación se pueblan de amarillos cisnes desvaídos, exóticas flores de brasil, una bacinilla de loza blanca, finamente adornada con hojas de laurel y a un metro y medio por encima de su cabeza, la atormentada figura de un dios de pelo largo y desgreñado, en franca lucha por no caerse de una precaria cruz de madera.
Ajeno a todo esto, Flabián no ve ni al estoico dios de madera ni a los cisnes que nadan sin hacer ruido por el reseco decorado de papel. Y no los ve porque Flabián es ciego. La costumbre de encender la luz es un antiguo reflejo de otros tiempos, quizás buscando el calor del fuego, o en este caso de la lámpara. Ahora ni siquiera cree Flabián que el velador tenga una bombilla que se encienda, o algo así. En realidad, quizás tampoco estén ya los cisnes, que podrían haber partido en búsqueda de tierras más cálidas que las de esta habitación, y aún el mismísimo dios de madera, cubierto de telarañas y de espinas, quizás descanse oculto en algún cajón, hermano ahora de un cepillo para lustrar los zapatos. Puras palabras, nada más. Ninguna certeza salvo la noche eterna por delante y la promesa de un mundo distinto, quizás: por la mañana.
Frente a la casa de Flabián, vive un niño de once años, al que conocemos por su segundo nombre: Ezequiel. Y Ezequiel no puede dormir. Esta despierto y observa por la ventana, la luz encendida en la habitación del fondo; donde vive un ciego, según el sabe. Y se pregunta: ¿Para qué habría de encender la luz un ciego?
En su habitación, Flabián se levanta y se viste por completo. Recoge del baño su cepillo de dientes y su peine y los guarda en un bolso de mano, junto con sus documentos y un par de medias de recambio. Luego dobla una manta a cuadros, él sabe que la dejó sobre una silla plegable; toma la silla, la manta, un atado de cigarrillos junto con la caja de fósforos, y sale al patio.
El niño y el ciego comparten el mismo patio de la casa. Un cuadrado de cielo; un limonero de cuatro estaciones. Las mismas estrellas por las noches; los mismos domingos. Cuando Ezequiel ve salir al ciego -novedoso hubiera sido lo contrario-, con una sillita plegable como para ir a la playa, desplegarla sobre el pasto, y sentarse luego, con las piernas cubiertas por una manta a cuadros, quiso salir a ver.
La noche no tiene luna. Ezequiel espía. El ciego está sentado en el patio, a oscuras, cuando un fogonazo le ilumina la cara. Ezequiel se esconde ¿Para que? Flabián fuma indiferente.
En la noche, la pequeña braza vuela como si fuera una luciérnaga.
Sentado en su silla, Flabián escucha. La noche le habla con el áspero canto de los grillos. Fumar afuera, para él, es compartir el tiempo con la negra; la oscuridad. Su compañera de toda la vida. Un último pucho, hasta que llegue el calor del sol; la respiración de la calle; el barullo de los pájaros. Las mil trescientas ochenta y seis palabras que restan, hasta el final del mundo.
Desde su habitación, el niño lo observa. En su cabeza, Flabián siempre le pareció un personaje extraño, curioso; y la curiosidad lo empuja a salir y hablar con él, pero Ezequiel es un niño tímido: le cuesta comunicarse. Además, siempre está la posibilidad de qué regresen sus padres, y Ezequiel no quiere estar fuera de la casa, cuando sus padres vuelvan.
En la casa, Ezequiel vive con su abuela. Hace tres años que cambió de escuela, de ciudad y de amigos. De ropas, de libros y de juguetes. Un 27 de abril, el día de su cumpleaños, cambió de vida. Sus padres salieron por una bicicleta nueva, pero nunca regresaron. Con su abuela los esperaron toda la noche. Tres noches. Su abuela llamó a la policía, a los hospitales y a la radio. Ezequiel miraba por la ventana, todo el día. Al cuarto día, se lo llevó a vivir con ella. Antes de irse, Ezequiel les dejó una nota a sus padres, debajo de una piedra. "Estoy en casa de la abuela, les pone, No importa la bicicleta. Vengan".
En el patio, comienza a levantarse el rocío. Flabián apaga el cigarrillo y piensa que hizo bien en traer la manta. Aún quedan más de mil ciento setenta palabras por delante. Desde el alero de la casa, un gato negro salta y se sube sobre las rodillas de Flabián. El ciego no se asusta, y hasta es probable que lo estuviera esperando. El gato Se llama Salinger, y no le gustan los cigarrillos encendidos.
Mientras Flabián recorre con la palma abierta el lomo del gato, Ezequiel los mira con asombro. Nunca pudo atrapar a ese gato. Lo ha intentado muchas veces. Lo ha corrido por todo el patio. Se ha cansado de llamarlo, de ofrecerle galletas y ahora está allí, maldito y escurridizo gato, ronroneando como si fuera...no sé qué. Un minuto después, el niño está en el patio, con su pijama celeste y un pulóver. Cuando el gato lo ve llegar, arquea el lomo.
_Tranquilo “Salinger”, dice en voz alta Flabián. Sus ojos muertos miran las estrellas. Es nuestro vecino…
_ ¡Hola!
_ Hola. Pensé que dormías.
_ Estaba despierto. Miraba la noche por la ventana.
_ ¿Y cómo está?
_ Llena de estrellas, dijo Ezequiel ¿El gato es suyo?
_ ¿Salinger? No. Pero le gusta estar conmigo…
_ Es un lindo gato. Yo nunca lo pude atrapar.
_ ¿Y para qué atraparlo?
_ Para acariciarlo, supongo…
_ ¿De qué color es?
_ ¿El qué?
_ El gato: ¿de qué color es?
_ Negro, con las patas blancas.
_ ¡Qué bien! -exclamo el ciego-, Eres el gato perfecto, Salinger...
El gato cierra los ojos y aplasta las orejas. Acompaña con el lomo la mano que lo acaricia, hasta que escucha un ruido, algo se mueve entre las sombras y lo saca de su hechizo. De un salto, cae sobre la hierba húmeda y desaparece, más rápido que un mago.
_Se fue, dice Ezequiel.
_Ya volverá.
Flabián toma una ramita del pasto a sus pies. Le quedaban no más de ochocientas sesenta y tres palabras. Un soplo de brisa cálida renueva el aire. La mañana está cerca.
_ ¿Y vos, no deberías estar durmiendo? Ezequiel mira el cielo, cada vez más claro, y calcula que su abuela no tardará en levantarse. Es una mujer gorda y le cuesta respirar. Se levanta temprano. Él se queda acostado, durmiendo hasta el mediodía. Ella lo despertará para almorzar. Se sentará a la mesa, ya vestido para ir a la escuela. Comerá sin decir nada. La bocina del micro escolar lo llamará dos veces. “Ya está el micro”, dirá su abuela. Él se sentará del lado de la ventanilla, sin mirar para afuera. Su abuela se quedará de pie, una sombra de color marrón en la vereda, hasta que el micro doble en la otra esquina, cruzando la plaza. Luego su abuela acomodará el único plato en la alacena, repasará la mesa, se acostará en un sofá, marrón también, con la televisión encendida y una bolsa de lanas y de agujas, y nunca sabrá que lloró mientras dormía.
_ No importa, contesta Ezequiel. Mañana no hay clases ¿Usted se va a quedar acá sentado?
_ Si, un rato más, hasta que amanezca, o se terminen las palabras, le contesta Flabián. Lo que ocurra primero. No lejos de allí, cuatro o cinco palabras ruedan divertidas sobre el techo de tejas. Bajan por la canaleta del desagüe y caen en un charco, para surgir de allí convertidas en ratones. Detrás del limonero, Salinger los espera.
El niño no comprende lo que quiso decir el ciego, con eso de las palabras que se terminan, pero tampoco se anima a preguntarle. Se contenta con estar un rato más en el patio, viendo como desaparecen del cielo las últimas estrellas. Su padre tenía la misma costumbre: salir al patio por las noches y hablarle de las estrellas, sentados sobre un banco de cemento los dos. Su madre en la cocina, preparando la cena…
_ ¿Estarán mirando las estrellas?
_ ¿Quiénes?, pregunta Flabián.
_ Nadie. Pensaba no más...
_ ¿Te gustan las estrellas? Pregunta el ciego.
_ No mucho.
_ ¿Podrías contarme como son?
_ Ezequiel lo mira desconfiado ¿Nunca viste las estrellas?
_No, le contesta el ciego. Soy ciego de nacimiento. El niño asiente. Ahora son casi las seis de la mañana y quedan exactamente cuatrocientas setenta y nueve palabras. Ezequiel levanta la cabeza; no quedan muchas estrellas en el cielo. Un satélite cruza lentamente el espacio azul. Un grillo frota sus alas. Una hermosa tela de araña, suspendida entre las ramas del limonero, parece que atrapara gotas frescas de rocío... pero en realidad, atrapa moscas.
Un mediodía, hace mucho, mientras Ezequiel tomaba su almuerzo de desayuno, la abuela le dijo que sus padres nunca volverían. No sé por qué lo dijo. Nadie se lo había preguntado. Quizás la mujer tendría la necesidad de decírselo a alguien, de escucharlo decir en voz alta. Quizás esperaba que alguien se lo negara, que le dijeran que estaba equivocada, que no era así... Vaya uno a saber. Ezequiel no supo que decir, se acabó la sopa de fideos y se quedó sentado. La abuela permanecía de pie, a un costado de la puerta. El micro escolar llegó y tocó bocina, dos veces. Ezequiel miró por la ventana las caras dormidas de los chicos; el asfalto mojado y negro; el reflejo naranja en la vereda; los restos de lluvia en el cielo… y se descolgó la mochila. Hoy no tengo ganas de ir al colegio, abuela, dijo Ezequiel. Mejor me quedo.
Esa tarde, la abuela no se acostó a dormir con el televisor encendido. Cocinó una tarta de ricota y jugaron a las cartas. Hicieron castillos con los naipes, mientras revolvían una caja de zapatos llena de fotos y papeles. La abuela lloraba de a ratos y se sonaba la nariz con un pañuelo. También se sonreía a veces… pero menos.
En el patio trasero de la casa quedan doscientas once palabras. Ezequiel no sabe explicarle al ciego, cómo son las estrellas.
-Te entiendo, dice el ciego. A mí también me pasa a veces. Es difícil explicar a los demás, cómo vemos el mundo...
- Me tengo que ir a dormir, dice el niño. Ya casi es de día. El sol se escurre por entre las hojas limonadas y logra alcanzar, con la punta de los dedos, el rostro frío y pálido del ciego.
-¡Chau!, dice Flabián. Que descanses.
El niño se ha ido. El ciego permanece en el patio, disfrutando del aire en la piel y de las últimas ciento diez palabras que le quedan. Una hora después, una ambulancia se estaciona frente a la casa. Dos enfermeros vestidos de azul petróleo lo acompañan en una silla de ruedas. En silencio, con cuidado de no despertar a nadie, ayudan al ciego a subirse a la ambulancia. Le alcanzan su bolso de mano y cierran la puerta. Se marchan sin encender la sirena.
Olvidadas en el patio, bajo la sombra del viejo limonero, quedan la silla plegable, la manta de Flabián, el atado de cigarrillos y dos o tres palabras sueltas, aún sin usar.
Recostado contra el vidrio de la cocina, Salinger duerme, ajeno por completo al fin del mundo que se acerca.
G.F