Derechos Reservados by G. Fogel

lunes, 23 de marzo de 2009

Lanzado, como piedra a las estrellas


..., y corríamos en el aire, casi volando, las flores de los cardos nos lastimaban los pies. Reíamos, cantábamos, gritábamos abrazados por el cuello, tomados de las manos, de la nariz, sostenidos por el grueso de un cabello. Libres, pero sin soltarnos nunca. Siempre unidos, juntos. Rodando por el pasto, entre las sábanas, debajo del agua. Ahogados por el llanto, Atados por las lenguas, las piernas enlazadas. Quemándonos la piel.
Diluyendo nuestras voces, en un precipitado de palabras.
Perdiendo las orejas.
Mordiéndonos los pies, los párpados…
Quitándonos las penas con caricias.
Mojando.
Besando.
Bebiéndonos con avidez el alma. Rascándonos espalda contra espalda, hasta gemir.
Hasta hacernos sangrar.
Hasta dolernos.
Hasta quedar carne sobre carne, vernos el blanco de los huesos.
Borrarnos los sueños, la memoria, quitar del corazón cualquier recuerdo.
Perdernos, hasta empezar de cero….
Hasta olvidar.

“Y yo, que no tenía previsto andar,
que nunca tuve senda
lejos de mi huella,
descubro que he sido arrojado al mar,
lanzado, como piedra a las estrellas.”

viernes, 13 de marzo de 2009

Una campana sin badajo


El Paraiso.
Adán bosteza, estira los brazos y se levanta. Busca en el piso el rastro de un pantalón que recuerda haber llevado puesto alguna vez. Indaga su cara en el espejo, se enjuaga los dientes y se acomoda como puede un remolino rubio, única evidencia de un pasado más rebelde.
Al caminar, el brillante sonido de las llaves que cuelgan de su cinto pone en alerta al resto de la familia; el perro para las orejas, los niños apuran el último sorbo de leche y el gato desaparece entre las ruedas del auto. A pocos metros del lugar, recio y orgulloso, el viejo portón reconoce los pasos del amo y endereza la espalda. Con dignidad, alinea los tornillos que sostienen su camisa de fino lapacho, noventa y seis en total, cada uno de ellos elegidos de un metal noble, para que la cercanía del mar no los oxide y todos de dos pulgadas y media, rosca fina y cabeza redonda, para atravesar de lado a lado las gruesas tablas y otorgarle una idea de solidez económica y moral, prolijamente cepillada y lustrada a mano.
Por eso hay que decirlo, reconocer que al verlo así, suspendido en el aire, abrazado a las columnas de ladrillo visto que soportan el cielo, el viejo portón separa lo que es propio de lo ajeno. Lo seguro de lo inhóspito.
Lo real de lo imaginario.

El hogar, de la calle.

Abajo, en el parque, un par de palomas recorren con tranquilidad el césped recién cortado.

Adán se acomoda el pelo y sube al auto.
Como es costumbre de todas las mañanas, luego de unos momentos de reflexión, el motor enciende y entre humos y carraspeos restaura en el garaje un microclima de confianza. Los niños tiran las mochilas al asiento trasero y el gato ahuyenta las palomas que vuelan asustadas un par de metros, no más lejos, huyendo de un peligro que saben irrisorio.
Eva también participa, limpia el parabrisas trasero echada sobre el baúl, con un balde de agua entre los pechos y las manos heladas y repletas de besos que distribuye equitativamente sobre el vidrio empañado. La ventanilla del conductor se cierra y Adán enciende la radio, ajusta el espejo retrovisor, pone reversa y conduce a la pequeña comitiva hacia el mundo exterior sin siquiera dejarle un beso de propina.
El auto es pequeño y blanco y permanece a la vista durante veinte metros, luego desaparece entre la niebla, el trabajo, el jardín de infantes, la casa de los abuelos….
Los helados, la plaza, el cine…
Los cumpleaños, la secundaria, los amigos…
Las cenas de noche buena…
Las montañas.
Los girasoles.
La lluvia.

Los cementerios.
La luna.

Parada en la vereda, Eva se enjuaga el rostro, se quita el barro de los zapatos, acaricia al perro negro que husmea una lata de atún vacía y entra a la casa, con cuidado de no ensuciar demasiado el piso limpio. Cierra el portón, se sienta junto a la ventana y observa las vincas variegattas crecer en el jardín.

Al frente de la casa, sobre la entrada principal, inútil y prolijamente amurado a la pared de rojos ladrillos vistos, un ángel de bronce sostiene inútilmente , como si de una flamígera espada se tratase, una oxidada campana sin badajo.

domingo, 1 de marzo de 2009

Desayuno en "Las Dalias"




La mujer se viste al pie de la cama, cálida y húmeda. Descuidada. Dejando tras de si un rastro de agua y vapor en el aire; la toalla en el piso, la camisa suelta, los lentes sobre la silla, el hombre, desnudo y dormido, con las rodillas unidas y las manos abiertas debajo de la almohada, esperando sentir el aroma del mate cocido y las tostadas, para abandonar el sueño y comenzar a despertar.

En la cocina, el conjunto de platos y vasos se esfuerza por asomar la nariz
afuera del agua grasienta y plomiza. Abrazadas a una tabla de cortar carne, naufragan pinceladas de dulce, gotas de miel, mentiras de queso. Transparentes girones de la piel de un salamin.
Un ejército de migas de pan.
La bufanda irregular de una naranja.

En el fondo, sumergidos en la oscuridad del la pileta, ahogados por viles y cobardes, yacen el resto del naufragio; un par de tenedores y el cuchillo de untar la mantequilla.
El desayuno concluye cuando el último participante haya llegado a la meta, ni un segundo antes. Mientras tanto, todo vale. Se puede concursar con café recién exudado del filtro, mate amargo a punto de evaporación, jugo de naranjas, redoxon o cal-c-vita, según se prefiera, agua mineral o coca cola. Infusiones del estilo te o hierbas aromáticas no son bien vistas, ya que se las considera
competencia desleal. El chocolate caliente, en cambio, obtiene de buen grado la colaboración de los más pequeños, aunque después lo dejen enfriar y le agreguen once cucharadas de azúcar.

Los fines de semana, especialmente a principios de mes, se puede encontrar en la mesa una pastafrola de membrillo, criollitas con queso blanco, sándwiches de papas fritas, pan queques con dulce de leche, y hasta en ocasiones memorables, el plato fuerte: pizza fría.

Afuera, a través del vidrio, el sol del patio parece más amigable. El gato duerme ovillado sobre el lomo del perro. El perro, generoso en pelambre y desproporcionado de orejas, esconde el hocico bajo las patas para ocultarlo del frío, y en el marco de la puerta, donde invariablemente todos se saludan antes de partir, la misma araña de todas las mañanas insiste en atrapar un pedazo del día, envolverlo en suave capullo y guardarlo presurosamente...por si al cabo nadie regresa.